Sentadas en un lugar poco visible, mamá pidió algunas exquisiteces, empanadas, pajaritos dulces, un trozo de carne asada con papas fritas y un gran vaso de bebida.
De pronto se acercó a nuestra mesa un muchacho que, con toda gentileza, me invitó a bailar una cueca. Yo ni siquiera me había planteado la posibilidad de que eso ocurriera, le pedí disculpas, abochornada. No sabía qué era una “media luna” o una "vuelta en ocho", o sea, nada del tema. El no insistió y me sentí un poco apenada cuando se alejó entre las mesas buscando otra pareja.
En el día de mi cumpleaños Nº 18, mamá por primera vez me regaló música. No era costumbre en nuestra casa, por lo general silenciosa y solitaria, se escucharan canciones, mucho menos cuecas. Ella trabajaba todos los días, yo al colegio y mi tío en algún lugar por ahí, siempre de entrada y salida; lo normal era oír algún programa de radio o algunos himnos tradicionales.
Recuerdo el momento cuando mi madre alargó su mano con un paquete primorosamente envuelto. Era un compilado de cuecas. “Para que nunca más pases vergüenza”, me dijo. Y, aunque en nuestro mundo evangélico no se bailaba por considerarlo demasiado "mundano", ella superó esa norma. Me costó bastante tiempo aprender a mover los pies y vencer mis prejuicios, y creo que ese ha sido -con todo lo que significa- uno de los mejores regalos de cumpleaños que he recibido.
2 comentarios:
Linda historia y bien contada, como siempre. Sigo leyéndote con gusto ;)
Gracias!, como siempre me tratas con benevolencia.
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