En los tiempos de mi infancia era habitual que el domingo se comprara El Mercurio. Cuando alguno de los chicos que habitábamos la gran casa (hijos, nietos, primos) aprendía a leer en su primer año escolar, tenía el derecho de sentarse en la silla especial, más alta que el resto y leer con voz tímida o fuerte a toda la familia reunida, un trozo de Artes y Letras. Luego de una lectura nerviosa y entre cortada, los aplausos y los “muy bien” premiaban el esfuerzo. Desde el primer día de escuela, todos soñamos con esa silla y el momento que seríamos aprobados y adquiriríamos la categoría de “grandes”. Podríamos leer “sin monitos”. Luego la nana servía para el lector o lectora de turno un trozo enorme de torta y un gran vaso de bebida. Desde ese tiempo conservo la costumbre de leer en voz alta. Los sonidos danzan en mi oído y en ocasiones es tanta la impresión que alguna lágrima furtiva acompaña la lectura. Quizás ese sea uno de los tantos homenajes que un escrito
" Escribe las cosas que has visto, las que ahora están sucediendo y las que sucederán después, en el futuro." (libro de Apocalipsis)