Hay algo de maravilloso en cualquier plaza de juegos ubicada en el centro de alguna población periférica. Una plaza menesterosa si se compara con las especialmente jardineadas de Providencia o Ñuñoa, abundantes en prados verdísimos e históricos y enormes árboles.
La brisa huele a hojas secas; pronto la plaza quedará abandonada; los chicos volverán a inclinarse en sus pupitres con más o menos deberes y hábitos que tienden a mejorar su educación; los padres regresaran a sus trabajos y a la rutina; las madres a la teleserie favorita (¿quién ganará el rating esta vez, el 7 o el 13?) y a la espera de sus retoños.
Los excesos de las vacaciones se soportan con la esperanza que aparezca marzo y nos ordene las costumbres urbanas; la playa es parte de esas costumbres arraigadas desde la colonia, cuando nuestros antepasados viajaban semanas en carreta o a caballo para gozar, ellas y los niños, del buen aire marino y ellos, por un lapso breve “solteros de verano”, con todo lo que eso significaba.
Sin la rutina es imposible vivir medianamente feliz.
Son esos actos reiterados los que nos dan un sentido de espacio, de país y de eternidad.
Cuando se nos quiebra, nos sentimos inermes, precarios y fatalmente mortales. Por eso nos aferramos con “dientes y muelas” a alguien que ya no nos ama, a la casa que es de otro o al pasado que irremediablemente ya se esfumó.
"lo primero que quiero decir es que el Gobierno no puede permitir tomas. Acá hay un estado de derecho, acá las leyes se hacen cumplir" (Ministro Lagos Weber en la segunda)
Un poema para el espíritu:
Puede ser sin título.
Ocurre que estoy sentada bajo un árbol,
a la orilla del río,
en una mañana soleada.
Es un suceso banal
que no pasará a la historia.
No son batallas ni pactos
cuyas causas se investigan,
ni ningún tiranicidio digno de ser recordado.
Y sin embargo estoy sentada junto al río, es un hecho.
Y puesto que estoy aquí,
tengo que haber venido de algún lado
y antes
haber estado en muchos otros sitios,
exactamente igual que los descubridores
antes de subir a cubierta.
El instante más fugaz también tiene su pasado,
su viernes antes del sábado,
su mayo antes de junio.
Y son tan reales sus horizontes
como los de los prismáticos de los estrategas.
El árbol es un álamo que hace mucho echó raíces.
El río es el Raba, que fluye desde hace siglos.
No fue ayer cuando el sendero
se formó entre los arbustos.
El viento, para disipar las nubes
antes tuvo que traerlas.
Y aunque no sucede nada en los alrededores,
el mundo no es más pobre en sus detalles,
ni está peor justificado ni menos definido
que en la época de las grandes migraciones.
No sólo a las conjuras acompaña el silencio.
Ni sólo a los monarcas un séquito de causas.
Y pueden ser redondos no sólo los aniversarios,
sino también las piedras solemnes de la orilla.
Complejo y denso es el bordado de las circunstancias.
Tejido de hormigas en la hierba.
Hierba cosida a la tierra.
Diseño de olas en el que se enhebra un tallo.
Por alguna causa yo estoy aquí y miro.
Sobre mi cabeza una mariposa blanca aletea en el aire
con unas alas que son solamente suyas,
y una sombra sobrevuela mis manos,
no otra, no la de cualquiera, sino su propia sombra.
Ante una visión así, siempre me abandona la certeza
de que lo importante
es más importante que lo insignificante.
Wislawa Szymborska.
Versión de Gerardo Posada
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